La G de Guinea
La creciente desconfianza de muchas mujeres hacia el transporte público en Malabo revela una crisis de seguridad, percepción y abandono institucional.

En las calles de Malabo, detener un taxi compartido parece una acción cotidiana. Pero para muchas mujeres, es un acto que involucra ansiedad, desconfianza y, en ocasiones, el rechazo tajante a subirse al vehículo. ¿La razón? La presencia de hombres desconocidos ya ocupando el coche. Lo que podría parecer una simple medida de precaución, encierra una realidad mucho más compleja y preocupante.
El gran porcentaje de mujeres en Malabo y en las localidades del ámbito nacional cada vez más se niegan a subir a taxis compartidos cuando ya hay dos hombres dentro del vehículo, sin importar si es de día o de noche. Lo que podría parecer una simple precaución se ha convertido en una conducta casi generalizada, impulsada por el miedo a ser víctimas de robos, agresiones o secuestros. Este fenómeno, cargado de desconfianza y ansiedad, refleja una profunda crisis de seguridad y evidencia la falta de respuestas efectivas por parte de las autoridades.
Lo que comenzó como una reacción lógica ante noticias de robos y agresiones dentro de taxis compartidos, hoy se ha transformado en una auténtica psicosis colectiva entre muchas mujeres. “Yo no me subo si veo a dos hombres. Ni lo pienso. Aunque llegue tarde, prefiero caminar”, cuenta Sonia, una joven universitaria que vive en Pérez ,y diariamente tiene que enfrentar el dilema entre la movilidad y su seguridad personal.
El sociologo Matute explica que este tipo de conducta colectiva se desarrolla cuando el miedo supera a la lógica: “No todas han sido víctimas, pero el relato de inseguridad está tan extendido que ya se ha incorporado a su comportamiento cotidiano. Para ellas, un taxi con dos hombres no es transporte, es una amenaza”.
No es casual que este fenómeno se haya intensificado. Las denuncias de atracos dentro de taxis han aumentado en los últimos años, aunque muchas mujeres no reportan los hechos por miedo a represalias o por falta de confianza en las autoridades. La impunidad alimenta el miedo, y el miedo alimenta la desconfianza.
Además, no existe un control efectivo sobre quiénes circulan como taxistas, ni sobre quiénes se suben como pasajeros. El desorden en el sistema de transporte público se convierte, así, en el terreno fértil para que crezcan los riesgos y la paranoia.
Esta situación ha limitado gravemente la movilidad de las mujeres en Malabo. Muchas prefieren no salir solas, viajar acompañadas o pagar más por taxis privados, si pueden permitírselo. Las consecuencias son profundas: marginación económica, aislamiento social y una creciente brecha de género en el acceso a los servicios urbanos.
“No es justo que yo tenga que limitar mis actividades por miedo a ser atacada en un transporte público que debería protegerme”, denuncia mamá Rebeca, comerciante del mercado Semu de Malabo.
Hasta ahora, las autoridades competentes han ofrecido pocas soluciones. No existen campañas activas de concienciación sobre la seguridad en el transporte público en el ámbito nacional, ni mecanismos de denuncia eficaces, ni una regulación estricta de los taxis compartidos. Esta inacción institucional no hace más que confirmar la sensación de abandono que muchas mujeres sienten al enfrentarse diariamente a esta realidad.
Lo que ocurre en Malabo no es un simple “ miedo de mujeres”, sino el reflejo de una crisis profunda que involucra inseguridad, falta de regulación y una preocupante ausencia del Estado en la protección de sus ciudadanas. La psicosis colectiva que hoy domina a muchas pasajeras «jóvenes y mujeres »no es irracional, es la consecuencia lógica de vivir en un entorno donde el transporte público, lejos de ser un derecho, se ha convertido en una ruleta rusa.